25 agosto 2009

Aíd - Bruno Martínez

Hasta que le agarre la mano al Blog, voy a subir cosas mias... Este es un Cuento, que escribi yo luego de leer 100 años de soledad y un par de cosas mas... tiene todo un aire, pero es diferente.

Espero les guste, y bueno... Yo creo que lo voy a cerrar donde lo deje. Toda critica es, mas que bienvenida, solicitada:

Aíd - Bruno Martínez

Capítulo I

Levantó la vista para dejar de tenerla. Adquirió entonces el viento el protagonismo, convirtiendo una maraña de manchas, colores, detalles, gentes y pasiones, en un océano ocre, uniforme, opaco, difuminado. Muerto.

Una tira de tela le cubrió la vista, pero el sonido seguía constante. La imagen le recorrió la cabeza como una brisa: recordaba su habitación, cuando, luego de apagar la luz, el sublime sonido del piano resonante continuaba.

Un frio discreto le recorrió el vientre y acabó en su cara, donde un paño áspero le rozaba desde lo bajo de su nariz hasta el fin de su frente. Hacía fresco, como siempre.

¿Quién sos? – Siempre tan predecible. No se escuchó respuesta. Levantó sus manos, convertidas en ojos, buscando pistas. Acarició el tejido con tranquilidad, con la esperanza de reconocer esa comezón que creía recordar. Falso, era desconocida. Siguió la inspección con las yemas de sus dedos, hasta topar unas frías manos, un poco temblorosas. Nunca supo si era por la situación, o por los tenaces y gélidos soplidos del invierno austral.

¿Julián? – Seria raro. Julián vivía en el centro, y no hacía bromas de ese estilo. Tampoco tenía manos tan suaves. No creía conocer a nadie que las tuviera tan tersas. Apresuró el nombre, porque no hacia mucho había prometido recibirlo en una visita inesperada.

Perduró el silencio. La corriente rugía en sus odios. Seguramente también lo hacia en esa persona, de rostro y cuerpo borrosos navegante en su imaginación, que como un libro que saltaba las hojas, repasaba nombres y afectos buscando responsables de esta picardía.

Dale, no es tan difícil – Sólo tuvo que oírla hablar para reconocerla. Desahogó alivio en un sollozo estruendoso. No se preocupó por la bufanda vieja que le había regalado años atrás, suave entonces, que le cubría el rostro. Giró sobre sí, y sin restricciones la enrolló en sus brazos.

¿Me extrañaste Iván? – Era su nombre.

Elena, volviste… – pronunció entre ropas y suspiros de tranquilidad.- Vamos a casa, mamá va a estar contentísima de verte.

Capitulo II

Elena era una mujer apenas mas baja que Iván, su hermano. Tenía los cabellos largos y lacios hasta por debajo de los hombros. Cascadas de un rubio ceniza, y mechones de un castaño rozagante refulgían de un sepia oscuro, similar al de la bufanda; todo esto cubierto por un gorro de lana. Una mirada prudentemente alegre siempre asomaba a través de ese espectáculo dorado y cobrizo. Sus ojos eran de un profundo marrón, chispeante y curioso. Era delgada y menuda, más allá de su estatura.

Esa tarde vestía más peculiar que nunca: Pantalones de jean largos, con dobladillo hacia afuera y amplias botamangas, que revestían su calzado. Unas zapatillas de un color indescriptible, ya sea por el uso o la suciedad, se exhibían pequeñas por debajo de la gruesa tela. Una polera color pardo de lana la recubría desde el cuello hasta por sobre las rodillas; era como si ella se hubiese encogido luego de haberse comprado esa ropa, ó de haberla conseguido. No sabía de ella desde hacia veinte años.

Iván, en cambio, era un muchacho de ciento veintiocho años; setenta y dos menos que Elena. Era un joven ordenado en su imagen. Su pelo era corto de un negro opaco y algo graso, peinado hacia atrás, como si el viento y sus ráfagas mantuvieran sus cabellos extendidos hacia su nuca. Demostraba la salud y el vigor de los nuevos adultos. No podía faltar la sensación de que cambiaría el mundo. Llevaba consigo un aire de vacío, de carencia. Su hermana ya estaba acostumbrada a ese aire. Vestía un sobretodo azabache que le llegaba hasta los tobillos. Unos pantalones de jean grises que, contraponiéndose a los de la muchacha, tenían un corte clásico y le calzaban perfectamente; su madre no lo dejaría ir desaliñado por la calle.

Bajaron por la escarchada calle Heraldos, la casa no estaba muy lejos.


Capitulo III

Uno de esos silencios que suceden luego de largas ausencias se apoderó del recorrido. Mucho tiempo había pasado.

La última vez que se vieron, fue una situación poco agradable: Elena con los bolsos junto a la puerta, con su vestido negro y sus zapatos bien lustrados, miraba apacible a su madre dándole las mil y un recomendaciones, invadida de llantos y suplicas que nunca hizo, hace, o hará visibles. Era un invierno como cualquiera, como todos.

Romeo solo tenia ciento ocho años, quizá por la pubertad no pudo entender porque se había ido. Solo recibió un “Va a volver, pero no la esperes” de parte de su madre, mientras su hermana se alejaba sola, arrastrando su equipaje por la calle Próceres.

En aquel momento ella no llevaba la polera, ni los pantalones que la superaran en tamaño, tampoco el gorro de lana; solo la acompañaba una bufanda ocre, que era la única prenda que contrastaba con su muda, y con su rostro, pálido detrás de oscuros cabellos negros.

El recordaba sólo haberle dicho que se cuide, y que la iba a extrañar. Ella sonrió tenuemente y le guiño un ojo cómplice, como quien sabe que todo va a salir bien, y que preocuparse es inútil, mientras desaparecía tras la primera esquina.

Recorrieron unos minutos la calle Heraldos, y giraron en Próceres. Las cuadras se hacían largas, hasta que se escapó un comentario:

-¿Lo tuyo bien, hermanito?- gritando, un poco ensordecida por el incansable aullar del viento, mientras caía como vidrio roto el silencio.

-Si, todo bien- contestaron los reflejos de Iván

-¿Que tan seguro estas?- dijo Elena entre risas, sabia muy bien de lo que hablaba, y lo que antes pudo ser un problema, para ella ahora era algo entretenido.

Capitulo IV

La casa los esperaba llegando al final de la quinta cuadra.

-Nada ha cambiado mucho, estos años…- Se atropellaron una tras otras las palabras de Iván, como las que pronuncia quién pelea contra la vergüenza de tratar con un desconocido.

-Ya veo… ¿Mi piano?- Preguntó Elena, pasando por alto el comentario.

-Lo afino los 12 de cada mes, como hacías vos…- Sonrío su hermano, quién veía venir la pregunta desde haberla oído hablar por primera vez, tras la áspera tela ocre de su bufanda, que ahora se mecía al ritmo del fuerte resoplar del viento. Se esbozó en el rosto de la joven un gesto que no se podía identificar entre orgullo o agradecimiento, ó quizá fue satisfacción, por haber coincidido la respuesta dada, con la esperada.

-Comenzaste a tocar, supongo…- Ese fue un “supongo” de aquellos que denotan otro sentido, traducido como “Decime por favor que en todo este tiempo que pasamos sin vernos empezaste a tocar el piano, y no que te quedaste sin tocar ningún instrumento como siempre te dije que harías, porque sino me voy a enojar: con vos, y con mamá”.

-No… pero mamá me esta mandando a violín…- Otra vez esa mueca serena. Quizá era cara de resignación, o de “te lo dije”, pero sabía Iván que no era tan simple. Ella había rogado por estar equivocada con sus augurios, pero no fue el caso.

-¿A violín? Creí que lo tuyo era el piano. Te sentabas horas a oírme tocar, y no me dejabas irme hasta que terminara todas las canciones que sabia, o hasta que te durmieras en tu pieza… ¿te acordás?- Como no recordarlo. Tenía ella tanta razón.

-Era chico Elena. Quizás exageraba un poco, o me encaprichaba… sabes la locura de la adolescencia…-

Elena se detuvo a dos casas de la suya, y lo miro incrédula, y algo enojada -Esas son palabras de mamá Iván, y lo sabes muy bien. Me olvide de lo boludo que llegas a ser con las cosas que te dice…- Cierto, muy cierto…


Capitulo V

Se alzaba ante ellos una casa de un amplio frente, en un barrio de los suburbios. Ella parecía resistir los centenares de años que tenía encima, sin embargo, daba la sensación que mientras cumpliese su función, nadie se preocuparía por ella. Su color se tambaleaba entre un blanco olvido, y un gris tiempo, que no contrastaba siquiera con las ventanas.

Entre la vereda, de unos dos metros de ancho, y la vivienda, que estaba bastante profundo en la manzana – casi en el centro-, existía un majestuoso jardín, resguardado por dos paredones. A través de el estaba el camino a la entrada.

En ese patio existían toda clase de vegetales, más aún plantas silvestres. Allí su madre dedicaba prolongados ratos de ocio, y aprovechaba a tomar algo de aire. Las paredes que protegían la zona, alcanzaban los cuatro o cinco metros de alto aproximadamente, y fácilmente eran otros cuatro de largo, por lo tanto, la casa se veía oculta tras la espesura de los arbustos y árboles de la parcela.

Majestuoso o no, el espectáculo botánico no había vencido el apagado color de la casa, y de ella también tomo el color gris: Los saucos eran, en hoja y fruto, de un gris tormenta; Las retamas extendían mil brazos pequeños de un color gris nostalgia, y los pétalos que en ellos crecían, eran de un blanco triste.

La casa en si misma era parte de la familia, y como tal, compartía virtudes y defectos hereditarios: Solía desempeñar su rol en silencio, y sin esperar devoluciones; requería ciertas atenciones y gastos; cuidaba a la madre cuando Elena estaba de viaje, y más aún cuando Iván salía a trabajar; La madre, a su vez, se preocupaba por que este en orden, y porque no dé impresión de desprolijidad; y lo mas importante, la casa necesitaba a gritos su Aíd.

Capitulo VI

Se abrieron paso por el tupido follaje , que Elena conocía muy bien, de tardes de juego con Iván cuando pequeños. El silencio de la caminata se ahondó con el callar del viento proporcionado por el refugio los grandes muros. El hermano menor tocó rápidamente el timbre, como si estuviese en llamas: no sabía si la madre estaba durmiendo, caso en el cual debería entrar por detrás con la llave escondida bajo las retamas.

Oyó los pasos decididos detrás de la puerta, ejecutando la ceremonia de siempre; levantarse del sofá frente al hogar de leña; caminar hasta la ventana, para ver algún coche, o algún conocido que conociese lo suficiente el ritual para asomarse por ella; soltar la cortina, y dirigirse a la puerta; husmear por el agujerito de la puerta; preguntar con un grito en Si bemol, “¿¡Quien es!?”; y abrir.

-Soy yo, mamá- Se oyó el retumbar metálico de la cerradura. Abrióse así la puerta, para dar lugar a la madre de los dos muchachos.

Se dejó ver a una mujer de baja estatura, de pelo corto algo escaso y rasguñando el blanco total. Lentes sin marco, de un cristal no muy grande ni muy grueso, pendían de su cuello, sujetados por una tanza adornada de unos canutos plásticos simulando el nácar. Su rostro estaba arrugado y algo endurecido, tal vez por el tiempo, o tal vez de tanto fruncir el ceño. Vestía un suéter de hilo de un rosa gastado, y una falda larga, de esa tela áspera con muchos bordados, color beige. De calzado portaba unas alpargatas negras, que solo usaba dentro de la casa. Que no existan dudas: si no era su hijo quien respondiere al otro lado de la puerta, la anciana hubiera corrido a su habitación a ponerse unos zapatos un poco mas…

“decentes”.

Para ella, sin ser consciente, el tiempo se había detenido casi un siglo atrás.

-¿Quién es esta nena tan linda que vino con vos?- Dijo la señora, mientras se apartaba para dejarlos entrar. Pasaron, y cerro con un golpe que alborotó la casa entera. Mientras se limpiaban los zapatos del hielo y el barro, Iván dijo:

-Mamá, es Elena- La casi milenaria mujer, se detuvo en seco, como si hubiera sufrido un paro cardíaco… Tal vez sufrió algo parecido.

Capitulo VII

Segundos pasaron en la habitación, pero veinte largos años volvieron a las dos mujeres, que se miraban fijo con los mismos ojos.

Elena y su madre tenían ojos idénticos, de color marrón profundo, y la manera en que se entornaban en todo aquel que les dirigía la palabra era exactamente igual; pasaban de observar un ojo al otro con un ritmo hipnótico, y no se despegaban de ellos hasta que no terminara la conversación.

Gran diferencia con Iván, que los tenía pardos y huidizos… Al igual que su padre, quién al salir a la busca de su Aíd, desapareció.

Con él se fue gran parte de la vida feliz que esperaban Iván y a Elena a su regreso. El entusiasmo, que al encuentro de la madre con la hija zozobraba en añoranzas, comenzó a esfumarse como azúcar a la merced de los huracanados vientos del sur mientras la vida tomaba nuevas condiciones, y rumbos.

La mujer entonces lúcida y de un agridulce humor, ahora había perdido todo rastro de ánimos e identidad. Tanto, que su nombre nunca volvió a ser nombrado, ni nunca más se le exigió un favor.

Mientras las orejas ardían del cambio de temperatura, la madre estudió a su hija pródiga con detalle. Ésta última no tuvo la necesidad de hacerlo, ya que la venerable anciana no había cambiado más que en la pérdida de algunos pelos, y en el blanquecino avance de los que resistieron las centurias.

-Te dije que volverías sin lograr las cosas- fue el primer comentario que exhaló la dama, con un dejo de malicia, que pretendía convertir las palabras en dardos.

-Hola, mamá…- corrigió Elena – Me sorprendió darme cuenta que sos la única persona en medio mundo que le habla con esa furia a su hija. Te extrañé.- concluyó con la naturalidad que dan las rutinas. Su madre admiró en silencio y con su rostro apacible escondió con urgencia la sorpresa, la perplejidad, el alivio, la preocupación, las dudas, las certezas… pero lo mas difícil de ocultar, debido a su tamaño, era el amor.


Capitulo VIII

Partió Iván a la cocina, que estaba en el fondo, a preparar el café. La madre y Elena pasaron al interior de la casa. Era de luces tenues, agravadas por lo nublado del exterior. Techo bajo y de madera, paredes de material. Una casa como la de cualquiera.

Tenia un amplio comedor, con un techo mas alto que el resto de los ambientes; allí pasaba la vida social de la casa, el resto de la existencia en el hogar, era tema de cada uno. Ninguno de los objetos de la morada merecían mayor importancia: Una biblioteca bastante completa, llena de libros que no terminaban de decir nada, una televisión, y una computadora de ocasión, hundidas en polvo de desuso. Un hogar de leña pequeño en el living que siempre ardía cerca de la ventana, y una mecedora de caoba a una distancia bastante prudente pero que aún recibía el calor de las llamas, también estaban entre las ostentaciones irrelevantes.

Pero sobresalía del oscuro contorno un gran piano color café, que relucía a limpieza y a cuidado. Él no se había perdido ni un solo momento de la vida familiar, y permanecía callado, como lo hubiera hecho su dueño eclipsado por la búsqueda de la esperanza: El padre de Elena e Iván.

Entro Elena a la cocina, un poco agobiada por el calor. Se sentó en el lugar donde toda la vida se había sentado. Hubiera parecido que nadie siquiera movió la silla.

-Lo conseguí mamá- Dijo mientras se terminaba de afirmar en el asiento

-¿Ah sí?, que bueno- Casi queriendo evitar el tema.

-Si… fue todo un tema- continuó, sabiendo que su madre moría por enterarse- Conocí gente de todas las culturas y lugares, vi unos paisajes bellísimos, aprendí un montonazo de cosas de lo que te puedas imaginar, creo que al final, el Aíd me encontró a mí…- No era palabra de libre pronunciación en la familia. Elena lo sabía, pero iba a hacer lo imposible porque lo fuera.

-¿Ya lo tenés? No me di cuenta…- dijo mientras acomodaba las tazas, y traía la rejillita donde apoyaría la jarra con café.

-Sabés, y bien, que no era ni la mitad de lo feliz que soy- dijo con una amplia sonrisa impresa en el rostro.

Capitulo IX

Se extendió la conversación hasta pasada la tarde, que ya era noche, debido a la época del año. Se podían oír las ráfagas cada vez más nocturnas, resonando en el techo, las paredes y en el jardín.

Iván admiraba callado y volteaba la cara para quien estuviese hablando, sea su madre, sea su hermana. Helena contaba a su familia algunas anécdotas del viaje: Había recorrido medio mundo.

El aroma a avellanas flotando en las plazas italianas, mientras admiraba las esculturas de Miguel Ángel, fueron uno de los puntos de mayor minuciosidad para describir, como también los vendedores en Corea, que la seguían cientos de metros para venderle ropas a sólo algunas monedas; Los españoles, de una actitud mas bien dura y reservada -“Parecidísimos a mamá”- susurró pícaramente por lo bajo a su hermano, que dejo caer una sonrisa de aquellas que no enseñan los dientes; habló de América toda, destacando los rasgos de pasión, y sobre todo: La Música.

Habló de la cumbia en Colombia, que hipnotizaba a quien la oyera más de 4 segundos, y haría bailar a su victima hasta no poder más (o hasta caer dormida, lo que sucediese primero); también dedicó empeño a los distintos tipos de Rock norteamericanos, que sorteaban desde melodías alegres y liricas con no mucho sentido, hasta una letra de una profundidad abismal, y una melodía de mil tristezas. El tango también entró en la lista, con su potencia y su personalidad, que movía las pasiones como olas enfurecidas en las costas australes.

Su Aíd apareció en la música, y su madre se alegró de ello, lavando las cucharas del café, indiferente.


Capitulo X

Se hizo tarde y el sueño se coló por debajo de la puerta y por las persianas cerradas. Elena ya un poco cansada de retomar recuerdos antiguos, se detuvo y miro a su hermano que seguía observándola fija.

-Por hoy ya dije mucho, ¿no?- preguntó divertida a su hermano –Por mi seguí, esta muy interesante…- expresó Iván, mientras apoyaba la cabeza en la mesa y comenzaba a mirarla hacia arriba.

-Yo me cansé… ¿y si le damos un rato al piano?- Era la frase que siempre esperaba el Iván de setenta y nueve años, entre ladrillos de juguete y muñecos de trapos hechos por las manos de su madre, cuando aún la mujer conservaba esa gran energía, aquella que se fue con su marido.

-¡Dale!- exclamó sorprendido, -me encantaría- dijo inmediatamente después, rectificando el tono. Hacia mucho que no oía algo de música, aún mas de su hermana. Elena se mordió el labio inferior en un gesto muy particular de ella, que indicaba que el tiempo le había pasado muy rápido.

Se aproximó al piano, quien se preparó para ser ejecutado. La muchacha movió el pequeño banquito de una madera también café, y levanto la tapa de las teclas. Se mostraron cincuenta y tres teclas blancas, en la zona inferior, y treinta y seis negras, sobre las anteriores. Ellas estaban lustrosas, sin embargo, la edad tocó una sonata que no duró menos de veinte años. Las teclas estaban gastadas, y las puntas de unas cuantas estaban quebradas e inclusive faltantes. La tela de color rojo sangre, que adornaba, estaba raspada, sucia y malgastada. Los tres pedales, sin embargo, estaban resplandecientes, aunque el dorado que lo recubría dejaba ver vestigios del verdadero metal del que estaba hecho.

Separó el asiento del instrumento a la distancia correcta. Puso las piernas a noventa grados, y se erguió tomando una postura y un semblante honorables. Posó esas suaves manos sobre las teclas, y repaso las notas desde las mas graves hasta las últimas agudas, con paciencia y precisión. Estaba perfectamente afinado.

-¿Las cuerdas son nuevas?- dijo, inmiscuyendo a su hermano en sondeo. –Las habré puesto hace dos o tres años, es el cuarto cambio desde que te fuiste- dijo Iván seguro, como si llevase la cuenta. -¡Ja! Como si hubieras sabido que venía- concluyó Elena.

Se sonó los dedos, y la espalda, y poco a poco comenzó a tocar el Piano.

Bruno Daniel Martínez – Aíd


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