07 agosto 2011

Luz de Luna

Ésta historia nos remonta al año 1864. Gran Bretaña, vasta y dominante, aflora en la cultura y el Romanticismo. Los grandes teatros tiemblan ante las grandes orquestas, y dulcísimas melodías se desprenden de alguna que otra ventana. El viejo Londres se inunda de músicos bien vestidos, y de los grandes empresarios que buscan emoción y fuerza una tarde de domingo.
Entre los aficionados en la sala de teatro, un hombre de porte honorable lleva a un muchachito de brazo. El niño, bien peinado y vestido a la perfecciòn, observa la imponencia del vestíbulo.
-Dos entradas, caballero. Una para mí, y otra para mi nieto- pronunciaba Roger Gunn, el abuelo materno de el pequeño Wilhem Anderson.
-Aquí tiene. Son cincuenta libras - dijo el joven muchacho de la boletería
-¿Nada más? ¿Es que acaso la reina no se aburre ya de facilitarnos el verdadero arte? - rió el Señor Gunn. Entre risas el muchacho de la boletería le contestó.
-El muchacho entra gratis. Cortesía del teatro- dijo sonriendo.
-¡Eso sí que no! Si mi familia va a pisar un teatro, pagará por ello. Tome cien libras y déjese de tonterías. Puede quedárselas usted, ¡sabrá que hacer! - exclamó el hombre con una mueca pícara.
-¡Muchas gracias, señor!. Aquí, las dos mejores butacas del teatro. Pagó por ellas- musitó el chico, extendiendo dos boletos por la pequeña reja.
-Vamos, Wilhem- el niño lo siguió con un paso torpe.
Ésa fue la primera vez que Wilhem Anderson, virtuoso chelista, pisó un teatro. Sin embargo, la vida del niño era cándida sólo cuando su abuelo estaba con él. Las horas en su hogar fueron un suplicio tormentoso desde su nacimiento hasta sus ùltimas horas. Su padre murió cuando él sólo tenía 3 años. Su madre, con los años, convenció al jóven que Julius Anderson, había muerto una noche de juerga, en un viaje de trabajo en Chicago, Estados Unidos. “Tu padre prefirió morir rodeado de prostitutas y alcohol que aquí contigo. No lo extrañes ni lo menciones. No lo merece” le dijo una de sus dos tías, las cuales vivían bajo su mismo techo.
Ellas dos, su madre y su abuelo fueron el suelo donde creció.
Al ser hijo único, Wilhem presentaba muchos problemas para socializar en su escuela. Caprichoso e hiriente maltrataba a sus compañeros, una actitud que su madre atribuía a la desgracia de haber tenido un padre pródigo. Utilizaba también esa excusa al recibir las horrendas notas de su hijo, solamente para no sentirse culpable de su fracaso. Sin embargo, Wilhem solía recibir felicitaciones de su profesor de “Música e Instrumentación“. Ése hecho empujó al Señor Gunn a inscribir al pequeño muchacho en un conservatorio y a comprarle un instrumento. Aprendería a tocar el Chelo a los siete años.
Pasados tres años de educación musical, Wilhem demostraba ser un ejecutante virtuoso. Con sólo diez años abandonó el colegio, y se dedicó completamente al chelo. Leía partituras más rápido que el inglés, entendía a la perfección las matemáticas de las sinfonías, y lo más importante: Era capaz de poner su alma en cada nota, al punto de lograr las lágrimas de sus profesores, y especialmente de su abuelo. Fueron los años más felices del pequeño Anderson.
Todo se opacó el otoño de 1876, cuando su abuelo murió de un problema cardíaco mientras dormía. Wilhem quedó desvastado. Un muchacho mal dormido, despeinado, encorvado y cabizbajo, cabello perfectamente cortado y arreglado, labios finos y partidos, un leve aroma a gin y pasos al ras del suelo. Ése era el Wilhem que fue convocado para la Orquesta de Liszt, en el año 1886.
Allí fue convocado en primavera. Allí, también, se enamoró de Ethel Reynolds.
La Orquesta contaba con dos pianistas, un hombre de mediana edad, Shubert: muy prolijo y de una técnica admirable. A su vez, la segunda pianista, era una muchacha de poco más de treinta. Era delgada y del cabello castaño largo hasta la cintura. Tenía un aspecto elegante pero vacío. Ethel Reynolds. Wilhem la vió entrar en el estudio, y realmente no notó nada especial en ella: si bien había muchas mujeres bellas en el auditorio, a Wilhem poco le quedaba de afecto por las mujeres. No confiaba en ninguna de ellas, ya que sus tías y su madre insistían en que sólo arpías se acercan a muchachos “de bien”, como solían llamarlo a él. La indiferencia con ella duró tres compases de Wagner, en el auditorio del teatro.
Ella parecía poseerse frente al piano. Surgían fuerzas ocultas detrás de su cuerpo menudo. Los músculos se tensaban, y sus brazos se estiraban y volvían a doblarse con gracia y docilidad. En ese preciso instante sólo él y Ethel parecían ocupar el salón. Ella recurría a algo muy dentro de sí cuando ejecutaba cada pieza, y Wilhem necesitaba conocerlo. Por un momento en muchos años, no se sintió solo. Wilhem, fascinado, se acercó a ella durante un receso, y comenzó a hablarle.
Las historias de amor entre el chelista y la pianista fueron numerosas y muy apasionantes. Sin embargo, su extensión y sus pormenores exigirían un escrito del grosor de una novela. Es por eso que aquí simplemente se avoca a los últimos meses luego de dos años de romance.
Ethel tuvo unos primeros años muy tristes. Su padre, Lawrence Raynolds, era un gran amante de la música y de los grandes conciertos. Pasaba horas fuera de los teatros, oyendo las sinfonías junto a su hija. Entre todas ellas, se conmocionaba más con Claro de Luna, de Beethoven, que siempre le costaba unas cuantas lágrimas. Dos años después de ver el rostro de Ethel por primera vez, fue convocado al ejército. Combatió en la guerra de Crimea, en el año 1856. Nunca regresó de allí, dejando a su mujer y a su niña a merced de Londres. En años tempestuosos, su madre, Ariadna Graham, se vio obligada a trabajar como criada en la mansión Ritchards, un conocido lord inglés. Allí pasó Ethel gran parte de su infancia.
Reconociendo y recordando las piezas que ejecutaba el lord en su gran piano de cola, se ganó la fascinación y el respeto de la noble familia. Recibió una gran educación apadrinada por la mujer del Lord, Madame Therese, quién había sido profesora de violín y piano años antes.
Gracias al amor de su madre y el cuidado de la familia Ritchards, la pequeña Ethel se convirtió en una pianista de vocación, de gran fuerza y de una destreza envidiable. Participó en orquestas pequeñas en toda Europa, hasta que, por pedido personal de Lord Ritchards, Liszt la convocó para su sinfónica.
Desde entonces, muy agradecida, dejó la casa del noble y comenzó a vivir con su madre en un bonito departamento en el centro de Londres, a expensas de sus ganancias como pianista. Liszt tenía una fuerte preferencia por Reneé Schubert: Era bien sabido que era su yerno. Fue por eso que Ethel se dedicó simplemente a acompañar los ensayos.
Meses antes de conocer a Wilhem, la madre de Ethel contrajo una enfermedad renal que le fue fulminante, cesando su vida en menos de un mes. La joven, sola, rechazó el auxilio de la familia Ritchards. Con su madre se fue la última razón de su existencia.
No sería ilógico pensar que Wilhem le devolvería las ganas de seguir con vida. Pero la joven no pudo nunca recuperarse de la pérdida. El chelista, más allá de su creciente fama como un excelente musico, nunca comentó a nadie su amorío con Ethel, en quién invertía horas tratando de sacarle una sonrisa. La fogosidad que la destacó cuando se conocieron se apagaba con los meses. Ése brillo, sin embargo retornó por un breve lapso de tiempo.
Liszt murió en 1886, y dos años después Schubert se mudó a Austria. Por ese motivo, Ethel tenía el derecho de ser la pianista oficial de la Orquesta. Pero ello no fue lo que obsesionó a Reynolds: El primer concierto que darían sería un agasajo a la Reina Victoria. En recepción de uno de sus viajes, ella esperaría el recibimiento de una Orquesta de nivel, a la cual solicitó específicamente la pieza “Claro De Luna” de Beethoven para piano solo. Como un último honor a su padre, Ethel recobró su temple para lo que, según las cartas que se enviaba con Lord Ritchards, sería “el Último Gran Concierto”.
Pasaron los meses y Ethel con una potencia oculta, pulió la obra hasta una finura inexplicable. Cada nota, cada silencio, estaban entrenados. Wilhem, sin embargo, reconoció la obsesión rápidamente e intentó de tranquilizar a una pianista que no escucharía a nadie más que a sí misma y al piano. Hasta que llegó el día del concierto.
Esa misma tarde, Ethel decidió terminar de ensayar sola en su departamento. Echó casi con violencia a Wilhem, que acudió al auditorio para los últimos arreglos. Al llegar, lo sorprendió la presencia de Schubert, ya vistosamente más viejo que cuando lo conoció. Junto a él, un hombre de mirada sagaz, robusto, de una edad cercana a la del pianista.
-¡Buenas tardes, Anderson!- saludó Schubert
-Buenas tardes, Schubert. No sabía que vendrías…- comentó extrañado Wilhem.
-De hecho, yo tampoco. Sin embargo, tengo una sorpresa para nuestra nueva estrella. En cuanto me enteré, vine inmediatamente.
-¿Para Ethel, dices?- dijo el muchacho, modesto. Inmediatamente los ojos del hombre desconocido comenzaron a brillar.
-¿La conoces?¿Cómo está?¿Es bonita?- preguntó emocionado, mientra la voz se le quebraba.
-Este señor - interrumpió Schubert - es Lawrence Reynolds, el padre de Ethel.
Wilhem no pudo evitar sollozar. Conocía cada uno de los gestos que ese hombre había tenido con su amante. Conocía muchas historias casi heróicas de él infiltrandose con su hija en los teatros para oír a Vivaldi. Conocía el dolor de Ethel, y sintió como si el mismo estuviese recuperando a su abuelo.
-Le daremos la sorpresa cuando termine el concierto. Luego de la Cabalgata de las Valkirias. Te pedimos no contarle nada- comentó Schubert. Era la última pieza del concierto, y venía justo después de Ethel.
-Está bien. No diré nada- dijo, aún no pudiendo ocultar la conmoción. Fue al baño a lavarse la cara y volvió para los ensayos.
Lawrence observó los ensayos, mirando constantemente a Wilhem. El chelista entendió que ése hombre lo reconoció como cercano a su hija. Con un poco de fuerza, retomó la concentración desapareciendo al resto de la sala. Sumiéndose en su chelo y en la música.
Luego de una presentación en un teatro de Austria, con Schubert como pianista, Lawrence se acercó a felicitarlo y a charlar con él. Entre charlas, comentó su procedencia y de su familia. Schubert inmediatamente lo reconoció y le comentó de su hija en Londres. Lo que el Señor Reynolds nunca comentó fue que huyó de Inglaterra por haber desertado en la guerra. Ahora tenía una nueva vida en Austria, aunque nunca se recuperó de haber abandonado a su hija y a su mujer.
Llegó la noche, y con ella el público desde sus hogares. El auditorio se repletó de gente y estalló en vitoreos cuando Victoria se asomó por el palco especial. Todo el auditorio entró en furor cuando la Orquesta de Liszt interpretó el himno nacional inglés en honor a la reina. Y luego de una corta pausa para afinar, el concierto comenzó.
Durante toda la noche, Wilhem intentó de reprimir la ansiedad que le producía imaginar el gran reencuentro. No podía evitar buscar a Lawrence entre el público. Tampoco podía no preguntar por Ethel, que no había dado rastros de haber llegado al teatro. Poco antes de la interpretación, la divisó entre los grandes telones.
Al final de la pieza de Mendelssohn, entró con seguridad y firmeza desde los bastidores, y ocupó su asiento frente al reluciente piano Hoffman. No saludó ni sonrió. Simplemente posó las manos sobre las teclas, levantó el mentón, y esperó el fin del aplauso.
Cuando el auditorio hubo silenciado, Comenzó Ethel Reynolds a interpretar “Claro de Luna“, una de las obras máximas de Ludwig Van Beethoven.
Es difícil explicar la exactitud musical a aquellos que no tienen una cercanía con la música clásica. Pero a éstos mismos no le es ajena la verdadera magnitud de quién presiona las teclas con verdadero amor y fulguroso drama. Así, con la lentitud precisa, con la intensidad, y la verdadera melancolía del solitario, Ethel desgarró cada uno de los corazones del auditorio. Comentan que la reina, en su crudeza, dejó escapar más de una gota entre sus mejillas. Era la verdadera tristeza.
Cuando hubo finalizado, se levantó repentina y se dirigió detrás del teatro con el impetú con el que entró. El público aún siguió aplaudiendo, y lo hizo durante muchísimo tiempo. Sin embargo, la pianista no volvía a disfrutar de su agasajo. Ya preocupado, Wilhem dejó el chelo reposando sobre la silla, y se dirigió al camerín.
Golpeó a la puerta, y nadie contestaba. Cuando quiso ingresar la puerta estaba cerrada.
-¡Ethel, abre!¡Tenemos una sorpresa para ti! - Silencio.
-¡Vamos, mi amor! tranquilizate y abre, todo pasó…- Nada. El pánico se apoderó de Wilhem.
-¡Ethel, abre ya la puerta!¡Me estás asustando!- y cada segundo sin sonido mayor que el vitoreo de la sala, era un segundo de sangre helada en las venas del chelista.
-Ethel…- dijo en voz baja. Silencio.
Reunió fuerzas y embistió la puerta. Al no abrirse embistió otra vez. Nadie venía en su auxilio. Estaba sólo. Embistió una tercera vez, y las bisagras cedieron.
Vio a la pianista, sentada erguida, como ella solía hacerlo para tocar. Su cabeza colgaba hacia atrás como si fuese de plomo. Su rostro estaba sereno, pálido y levemente verdoso. Fue como si todo lo que ella tenía dentro de su alma hubiese sido reflejado en su rostro. Sobre la mesa una nota y un pequeño frasco. Era de cianuro. Ethel había hecho lo último que tenía pendiente en el mundo: Honrar a su padre. Wilhem explotó en llantos, y algo dentro de él se perdió para siempre.
Desapareció el chelista de la escena durante meses. Se lo reconoció tres años después en una callejón de South Hampton, muerto. Llevaba ropas de mendigo, y según los periódicos de la época murió de cirrosis. Los registros del hospital donde fue llevado nunca aparecieron. Sin embargo, muchos atestiguan que cuando estaba siendo llevado a ser atendido, llamaba a alguien llamado “Raynolds”. Sus últimas palabras, también por testimonios poco certificables, fue “Señor, ayuda a mi pobre alma”. Lawrence luego de enterarse el destino de su hija, fue a una habitación de una posada modesta, y se disparó en la sien con una pistola que se robó del ejército.
Lo que nunca nadie supo fue que decía la nota de suicidio de Ethel Raynolds. Algunas escasas pruebas indican que fue entregada a la madre de Wilhem, y que desde ese momento, ella y sus hermanas no volvieron a salir de su hogar.
Schubert creía que Ethel estaba embarazada, pero prefirió guardarse el pensamiento